El viernes 22 de junio de 2018 a las 19.30 horas, se celebró en el salón de actos de la Casa de la Cultura la presentación del libro «Aquel octubre del 48…»de Emilia Ramos Silva, cronista oficial de Valdelacalzada, con la participación de Inmaculada Moreno, bibliotecaria de Valdelacalzada que se encargó con maestría de la presentación del acto
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¿Qué vieron al llegar? Unos barracones, fríos y vacíos y nada más; bueno, sí, había algo más: cardos, cardos por todos los sitios. El suelo con el trasiego de levantar los barracones había tenido tiempo de criar cardos.
No había casas, no había iglesia, no había escuelas, no había canales, no había regadío.
Pero había una voluntad inquebrantable de construírse un futuro y eso fue invencible
Este libro pretende ser un reconocimiento a esas cuarenta familias y en ellas a todas las demás que fueron llegando a ese proyecto de pueblo y que entre todos consiguieron hacerlo realidad .
Con estas palabras que forman parte de la introducción del libro y que aparecen en una de sus solapas comienza Inmaculada una emotiva presentación dando la palabra en primer lugar a Pedro Inocente Noriega del Valle, alcalde de Valdelacalzada, que explicó el interés del ayuntamiento de que este fuera un libro indispensable en cada casa por su valor histórico al ser un testimonio directo de los primeros pobladores y de ahí su gestión para que Diputación Provincial lo editara y de esta forma llegara gratuitamente a cada una de las familias de la localidad. Posteriormente, presentó a Isabel María Pérez González que se encargó de la presentación del libro. Tras la lectura del amplio curriculum como escritora e investigadora de Isabel María Pérez dio la palabra a la misma. Esta fue su presentación leída con tal sentimiento que levantó aplausos y lágrimas a los allí presentes.
«El pasado mes de abril se celebraba en Badajoz un Congreso sobre la Arquitectura del siglo XX en el que nuestros Pueblos de Colonización –sus viviendas, sus edificios comunitarios, sus construcciones de aquipamiento…– fueron estudiados como el reflejo arquitectónico de una naturaleza hermosamente fértil gracias a las manos de los hombres y mujeres que la trabajan y la habitan.
Lejos, muy lejos parece quedar aquel octubre de 48, aquel otoño en que unas decenas de familias procedentes de Burguillos, Castuera, Fuente de Cantos y Hornachos llegaron en camiones y trenes, algunos también en sus carros, a Valdelacalzada. Llegaban cargados con sus enseres más indispensables, sus recuerdos más queridos y sus ardientes ilusiones de un futuro lleno prosperidad.
Pero entonces, a la llegada, se produjo un encontronazo brutal con el desencanto. No había casas en aquel terreno baldío, había solo barracones sin luz, sin agua, algunos con los techos a medio levantar…, y cardos, muchos cardos, cardos gigantes como planta florecida en un territorio de abandono sobre el que aquellas familias habían volcado sus esperanzas. Barracones, cardos, barrizal, nada en fin. Ni escuela, ni iglesia, ni médico, ni cementerio donde enterrar a los muertos. Ese fue el vacío sobre el que, con la desilusión y la penuria a hombros, aquellas decenas de familias debían levantar la vida y seguir el camino heroico hacia su sueño; el sueño de una existencia de bienestar.
Y sí, muchos sintieron que habían llegado a un lugar dejado de la manos de Dios y del hombre, donde las cuadras del ganado compartidas por dos familias eran también retrete; donde para alimentarse había que ir a comprar con vales de racionamiento a la Puebla de la Calzada atravesando las aguas del Cabrillas, a veces desbordadas; donde había que lavar la ropa en el canal y secarla en los arbustos; un lugar donde hombres, mujeres –¡Ay, aquellas mujeres!– y niños debían trabajar de sol a sol para que tuviera alguna sustancia aquel 40% de la cosecha que les dejaba sobrante el Instituto Nacional de Colonización. El primer año cereales de secano, luego ya el maíz y el algodón. Y para el tiro vacas bravías que daban miedo, luego yeguas cuya primera cría hembra había que entregar a Colonización; y a toda costa, siempre el ganado bien limpio por si venían las visitas. Era la tiranía de quienes consideraban que el trabajo y la tierra para quien la trabaja no era un derecho, era una caridad que acallaba conciencias y traía publicidad de las bondades de una dictadura.
Quienes así pensaban no sabían, o no querían saber, que el ser humano es más humano en la necesidad, es más rico en la pobreza, es más generoso cuando tiene las manos vacías. Pero esa propaganda de hermandad entre los pobres no salía más allá de los barracones, de los cardos, del barrizal. Esa propaganda de lo mejor que tiene el ser humano la guardaron para el recuerdo aquellos pioneros del 48: una gran familia de decenas de familias que supieron apoyarse los unos en los otros para construir su historia de progreso. Si había que fabricar un horno comunitario, se fabricaba entre todos. Si un animal caía a un pozo, entre todos se salvaba; si se moría una vaca venteada, se enterraba para engañar las órdenes de los de Colonización y de noche entre todos se desenterraba y entre todos se repartía; como entre todos se hacía y se disfrutaba una matanza y entre todos se armaba un baile con palmas, botellas y tapaderas. Con alguna frecuencia el baile era más de verdad porque llegaba el tío Rin-Ran con su hambre y su acordeón a cuestas y tocaba su música a cambio de comida y bebida, que entre todos se le proporcionaba. ¿Lo veis? El ser humano es más humano, más rico, más solidario en la pobreza que en la inhumana sociedad del desarrollo.
Y pasaron tres años, entre tanto se habían construido las primeras casas y se habían trazado las primeras calles sobre la tierra pura y un horizonte de aparcelamientos, se habían sembrado árboles en la plaza y en la alameda por donde pasear hacia un lado y media vuelta hacia el otro, y en el descampado que había entre los barracones y las primeras casas los muchachos tenían una especie de campo de fútbol donde jugar si la tierra no estaba encharcada. Poco a poco hubo una iglesia con su cura don Ángel, y llegó el médico don Pedro, y hubo una escuela con sus dos maestros, don José Vargas y la señorita Mari. A veces, en el patio de la escuela o en el corral de algún vecino se podían ver películas. Y había algún kiosko y un barbero y alguna tienda donde abastecerse de lo imprescindible y se acabaron las cartillas y vales de racionamiento porque las parcelas comenzaron a dar algún dinero.
Fue entonces cuando para las autoridades ya merecía la pena hacer la propaganda sobre la riqueza en ciernes de Valdelacalzada. Fue entonces cuando mereció la pena que llegaran la falange y la Sección Femenina para refinar a unos niños y a unas niñas que habían crecido entre cardos. Fue entonces cuando llegó la hora de multar a quienes no llevaran los niños a la escuela, como si sus padres fueran los causantes de que los niños y las niñas tuvieran que sustituir la educación por el trabajo. Duele, a mí me duele especialmente – y a Emilia también – que aquellas criaturas fueran poco a la escuela, si acaso por las noches con algún buen vecino que sabía leer, escribir y echar las cuentas suficientes para que no les engañaran en el cambio. Eso fue todo cuanto aprendieron aquellos hijos de los pioneros del 48. Y sí, tres años después había llegado la hora de que vinieran las autoridades y las cámaras para que sacaran en el No-Do el milagro del Plan Badajoz y entre sus pueblos, Valdelacalzada. Y sí, para orgullo y pavoneo de las autoridades y su propaganda había que mostrar una casa amueblada con los enseres de otras muchas casas y había que mostrar el ganado bien lustroso y había que fabricar cientos de banderitas para dar la bienvenida. Entonces y sólo entonces fue cuando vino Franco a conocer un pueblo muy nuevo, muy blanco, aún por terminar pero que ya anunciaba sus primores. Aquellos señores ilustres no se acercaron nunca a los barracones, ni a los cardos, ni a los barrizales; sólo los capataces, los peritos, los ingenieros; sólo los albañiles, los buhoneros que vendían sus mercancías, los domadores de vacas, sabían que aquellas decenas de familias, que eran todas una familia, estaban construyendo sus vidas en un territorio de olvido y abandano donde crecían los cardos, muchos cardos, cardos gigantes como gigante fue la hermandad, la fuerza, el sacrificio generoso de los hombres, mujeres –¡heroicas mujeres!–, niños y niñas de aquel octubre del 48.
Y ahora, setenta años después, sé que os sentís orgullosos de cuanto hicieron vuestros padres, de cuanto hicieron vuestras madres, de cuanto hicisteis vosotros mismos en aquellos años de penuria y trabajo que parecen imposibles y hoy ya sólo están vivos en la memoria de unos cuantos. Pero cuando se va la vida, se para la memoria. Por eso es necesario que antes de que se vayan la vida y la memoria se escriban los recuerdos, porque los libros sí que nunca se van. Y esa ha sido la idea feliz de Emilia Ramos Silva, vuestra paisana, mi amiga. Idea feliz de una magnífica cronista que nos ha dejado en este precioso libro la memoria escrita del nacimiento heroico y solidario de Valdelacalzada, para que no se olviden aquellos primeros años de barracones, de cardos, de barrizales; para que no se olviden el nombre y los apellidos de aquellas decenas de familias, que como una sola familia levantó con sus manos, con su ingenio, con su hambre, con su sudor… un pueblo hermoso, unas tierras fértiles y una comunidad que nunca debería olvidar cuáles fueron sus orígenes: una gran familia de decenas de familias en pura hermandad. Es lo más hermoso, lo que emociona, lo que ahora –al recordarlo– echan de menos los niños de entonces: aquel espíritu de familia, aquella solidaridad, aquel sacar para todos y entre todos lo mejor del ser humano. Esa es una de las emociones que Emilia ha dejado escritas
en este precioso libro para que no se olvide, porque así se lo han contado hoy aquellos niños de entonces. Y yo ahora, en nombre de quienes hemos conocido a través de las páginas de este libro aquella realidad enterrada en la prosperidad del presente, debo dar las gracias al Emilia Ramos Silva por esta recuperación de la memoria histórica de Valdelacalzada, que ya nunca podrá perderse porque está escrita en un libro: “Aquel octubre del 48”. Muchas gracias, Emilia, por tu preciosa idea; muchas gracias por tu precioso libro. Y muchas gracias, Valdelacalzada por estar esta tarde con Emilia y con aquellos niños y niñas que han recordado su historia para que quede escrita y ya jamás se pierda.
Valdelacalzada, 22 de junio de 2018″
Posteriormente, la autora habló del proceso de recogida de testimonios a las familias, del sentimiento creado entre ella y las diferentes personas que les abrieron sus casas así como sus corazones contando con total sinceridad lo ocurrido en aquellos años y como lo vivieron . De lo necesario de la existencia de este libro como reconocimiento a aquellas familias y en ellas a todas las demás que fueron llegando posteriormente. Un libro sencillo en el que se recoge de forma textual los recuerdos y sensaciones de un representante de cada una de las familias que fueron llegando a lo largo de aquel mes de octubre.
Finalmente se entregó un lote de libros a las familias participantes y se firmaron los libros a las personas que lo requirieron.